Santiago Espinosa
Soliloquio de un raspachín
Con estas manos
planto semillas de viento.
Espero su floración
de limbos pardos
antiguos como el suelo.
Las hojas son los rostros
de los niños sin descanso
creciendo en la selva,
estrellas o corales
olvidados
que silban entre los árboles.
Desayuno. Pienso en el padre
de los lunes
frente a un pocillo roto,
repaso cicatrices.
Limpio las hojas secas
sobre una tablilla,
en calma,
como el que lava un aluvión de oro
en lo profundo de su casa.
En la semilla está el sol negro
de los puertos,
respirando a la distancia.
El viento llega a los bolsillos de la noche.
Recorre plazas que no conozco, avenidas desiertas.
Tiendas donde se paga una promesa
en la oficina de recaudos.
Descansa en la furia de las llaves,
traza dos líneas de fuego en la repisa del bar.
Construye palacios y destierra casas viejas,
casas de rejas blancas junto al espejo del lago.
Mi oficio es el oficio de mi padre.
Cuido la sal, el puño, mido los cristales,
espanto de mi casa pajarracos negros.
Con estas manos
he cosechado tempestades.
La casa
Todavía recuerdo la casa. La convoco.
Mi madre le imaginaba sitios a las plantas
y mi padre, desde el umbral,
veía que esos espacios ajenos
despoblados,
se iban llenando de Mahler y de Mozart.
Los olores eran de cañerías.
De una humedad que no era nuestra.
Sólo saldremos de aquí con los pies para adelante,
juró Papá,
mientras en el teléfono hablaban intrusos,
de nombres que no conocíamos,
y mis hermanas, en silencio, ya sospechaban refugios
para el amor.
Sin cuadros, sin libros en el anaquel,
la cama principal estaba estática,
como sin tiempo.
Vimos cómo salían los pretendientes,
arrojaban la puerta y no volvían nunca.
Los vidrios se acostumbraron
a nuestras sombras, los vecinos
a la música extranjera.
La casa terminó por impregnarse de café,
carne digerida; copos de piel
que enmohecían las paredes.
Cuántas veces memorizamos la vista.
Cada calle,
cada ángulo que las rodillas
-en su afán de cielo-
cambiaban para siempre.
Allí quedó el pelo maldito
del cáncer de mi hermana.
Las cenizas del cigarrillo,
las hojas de los primeros poemas.
Las monedas se empobrecieron
en los bolsillos,
y la sonrisa de papá pasó por los guiños
hasta llegar al silencio.
Mamá maldecía,
como si la diferencia en los pómulos
fuera culpa del espejo.
Y mis hermanas, en la cama,
dejaban el lado izquierdo para otro.
Todavía la recuerdo.
Pero hoy la imagino
con los ceniceros limpios
y las luces apagadas.
Suena la música de Mahler, de Mozart;
pero nadie silba después de la pausa.
Quizás miran la vista
poniéndole zapatos a las huellas.
Quizá ahora se acuesten pensando en otros
y tengan pesadillas con los mismos fantasmas.
Pero abrirán la puerta,
y dejaran la casa
en los rincones de otra memoria.
Porque pasa,
y más rápido que las casas
se envejecen las familias.
Cuchilladas
"...y el viento podríaCon otra sal enrojecer los ojos..."
GUISEPPE uNGARETTI
Podría tu nombre
iluminar otros ojos
la lluvia, su escándalo lejano
en los sucios ventanales,
traer algo distinto
a las derrotas.
Pero escucha, detente.
Ahora el niño que fuiste
deja en la mesa los juguetes
y mira el verde en las montañas
detenidamente.
Va por la calle, la furia de tu urgencia
escoge sus caminos. Míralo
haciéndose a tus propias expresiones.
Escogiendo las canciones, los libros de segunda.
Va con la madre y su saco nuevo, a rayas.
Zapatos de otra era, uno detrás de otro.
Su golpe de segundos
por los parques, los cuartos al blanco,
y un suave rumor que se teje en los huesos.
El árbol se hizo a sus anillos.
Cambió la moda, cambiaron los tiranos.
Sonoro pasó el siglo en su barco de ebriedades
y otro cráneo adornó el anaquel.
Podría ser otra casa,
la abuela no haber muerto tan temprano.
Podría ser otro mar
el que sacude desde el fondo.
Pero persiste, no se doblega.
Ahora un hombre se afeita ante el espejo
en completa soledad.
Dibuja a su padre a cuchilladas.