Santiago Espinosa

Hombre ensamblado en el 85 por la divina naturaleza del azar. Sin embargo, a él le dio por coincidir en esta época y ser poeta que es como decir que es muchas cosas: la memoria de la aldea, el crítico del mundo, el melómano y operómano de los palcos y los gramófonos, el ensayista de las filosofías libre pensantes y de los andenes metafísicos, y en gran parte, el literato de las calles de la vida que se agacha siempre en una esquina a recoger papeles para leer un sueño. Se ha convertido con los años y con la experiencia en un señor de palabra sabia y medida y se sobrevive con oficios de tablero y conferencia. Pero más allá, él, a su vocación, a su destino, los tiene dispuestos para sangrar los dedos.
Ha sido traducido hasta en el idioma del alfanje y sus poemarios son como un Eco, muy lejano, que llega siempre a escribir sobre esta niebla.


Soliloquio de un raspachín

Con estas manos

planto semillas de viento.

Espero su floración

de limbos pardos

antiguos como el suelo.

Las hojas son los rostros

de los niños sin descanso

creciendo en la selva,

estrellas o corales

olvidados

que silban entre los árboles.

Desayuno. Pienso en el padre

de los lunes

frente a un pocillo roto,

repaso cicatrices.

Limpio las hojas secas

sobre una tablilla,

en calma,

como el que lava un aluvión de oro

en lo profundo de su casa.

En la semilla está el sol negro

de los puertos,

respirando a la distancia.

El viento llega a los bolsillos de la noche.

Recorre plazas que no conozco, avenidas desiertas.

Tiendas donde se paga una promesa

en la oficina de recaudos.

Descansa en la furia de las llaves,

traza dos líneas de fuego en la repisa del bar.

Construye palacios y destierra casas viejas,

casas de rejas blancas junto al espejo del lago.

Mi oficio es el oficio de mi padre.

Cuido la sal, el puño, mido los cristales,

espanto de mi casa pajarracos negros.

Con estas manos

he cosechado tempestades.

La casa

Todavía recuerdo la casa. La convoco.

Mi madre le imaginaba sitios a las plantas

y mi padre, desde el umbral,

veía que esos espacios ajenos

despoblados,

se iban llenando de Mahler y de Mozart.

Los olores eran de cañerías.

De una humedad que no era nuestra.

Sólo saldremos de aquí con los pies para adelante,

juró Papá,

mientras en el teléfono hablaban intrusos,

de nombres que no conocíamos,

y mis hermanas, en silencio, ya sospechaban refugios

para el amor.

Sin cuadros, sin libros en el anaquel,

la cama principal estaba estática,

como sin tiempo.

Vimos cómo salían los pretendientes,

arrojaban la puerta y no volvían nunca.

Los vidrios se acostumbraron

a nuestras sombras, los vecinos

a la música extranjera.

La casa terminó por impregnarse de café,

carne digerida; copos de piel

que enmohecían las paredes.

Cuántas veces memorizamos la vista.

Cada calle,

cada ángulo que las rodillas

-en su afán de cielo-

cambiaban para siempre.

Allí quedó el pelo maldito

del cáncer de mi hermana.

Las cenizas del cigarrillo,

las hojas de los primeros poemas.

Las monedas se empobrecieron

en los bolsillos,

y la sonrisa de papá pasó por los guiños

hasta llegar al silencio.

Mamá maldecía,

como si la diferencia en los pómulos

fuera culpa del espejo.

Y mis hermanas, en la cama,

dejaban el lado izquierdo para otro.

Todavía la recuerdo.

Pero hoy la imagino

con los ceniceros limpios

y las luces apagadas.

Suena la música de Mahler, de Mozart;

pero nadie silba después de la pausa.

Quizás miran la vista

poniéndole zapatos a las huellas.

Quizá ahora se acuesten pensando en otros

y tengan pesadillas con los mismos fantasmas.

Pero abrirán la puerta,

y dejaran la casa

en los rincones de otra memoria.

Porque pasa,

y más rápido que las casas

se envejecen las familias.

Cuchilladas

"...y el viento podría
Con otra sal enrojecer los ojos..."

GUISEPPE uNGARETTI

Podría tu nombre

iluminar otros ojos

la lluvia, su escándalo lejano

en los sucios ventanales,

traer algo distinto

a las derrotas.

Pero escucha, detente.

Ahora el niño que fuiste

deja en la mesa los juguetes

y mira el verde en las montañas

detenidamente.

Va por la calle, la furia de tu urgencia

escoge sus caminos. Míralo

haciéndose a tus propias expresiones.

Escogiendo las canciones, los libros de segunda.

Va con la madre y su saco nuevo, a rayas.

Zapatos de otra era, uno detrás de otro.

Su golpe de segundos

por los parques, los cuartos al blanco,

y un suave rumor que se teje en los huesos.

El árbol se hizo a sus anillos.

Cambió la moda, cambiaron los tiranos.

Sonoro pasó el siglo en su barco de ebriedades

y otro cráneo adornó el anaquel.

Podría ser otra casa,

la abuela no haber muerto tan temprano.

Podría ser otro mar

el que sacude desde el fondo.

Pero persiste, no se doblega.

Ahora un hombre se afeita ante el espejo

en completa soledad.

Dibuja a su padre a cuchilladas.


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